No soy alguien que suela recordar lo que sueña. Muy a menudo, en conversaciones con amigs que recuperan y comparten sus sueños, me acomodo silencioso en una esquina, limitándome a imaginar las escenas. Últimamente, mientras les escucho, cuando una imagen está a punto de aparecer, las palabras que utilizan no la revelan del todo, y me impaciento. Me entran dudas, y desconfío tanto de las palabras como del tono, sospechoso de su inclinación a tornarse en malas copias de sus vigilias. Y entiendo la necesidad de liberación, de alterar las cosas que no se ajustan a los deseos en vida. Pero aun así, me pregunto qué hacen esas vidas plegadas, planchadas y empaquetadas en imágenes oníricas de lo que ya sabemos.
Recuerdo la primera vez que fui titular de una cuenta bancaria, ligando mi nombre a una lista de movimientos, ingresos y gastos. Recuerdo la sensación impasible de mi primer pago, una ausencia de hormigueo, una nada abstracta, mientras el plástico todavía fresco de la tarjeta, permanecía al margen de lo que yo imaginaba como una experiencia iniciática. Los dedos sobre ella, como las manos sobre un volante, distorsionaban el mundo afuera en una abstracción borrosa. Era lo contrario a algo divino, una experiencia dura que reforzaba los gestos de desapego, cuando la percepción del yo no se deja evaporar en la duda de lo que ni siquiera sé si soy. Creo que es esa experiencia de la abstracción como carga material, la que últimamente me perturba al escuchar sueños ajenos. Las escenas de violencia y muerte traspasan de mente a mente, de cama a cama, de sueño a sueño. Una suerte de campaña publicitaria del subconsciente homogéneo, fascinante y horrible a la vez. En su diario de sueños, Theodor Adorno escribió: «Nuestros sueños no sólo están vinculados entre sí en cuanto “nuestros”, sino que forman también un continuo, pertenecen a un mundo unitario, lo mismo, por ejemplo, que todos los relatos de Kafka transcurren en “lo mismo”. Pero cuanto más estrechamente conectados entre sí están los sueños o se repiten, tanto más grande es el peligro de que ya no podamos distinguirlos de la realidad». Mientras transitamos desde el umbral de lo «estrechamente conectado», a la homogeneidad brutal, ese «transcurrir de lo mismo» es la muerte omnipresente que conecta el dormir y el no dormir del mundo.
En su cuenta de instagram, la revista DEARS publica una serie de enlaces a escritos experimentales donde se atestigua la naturaleza desordenada y poética de la experiencia, también de la muerte. Son textos donde se niega la distinción entre forma y contenido, y por lo tanto entre realidad y sueño. En los últimos meses, algunos de ellos me han servido como intentos por resistir la comodificación de la sensibilidad ante el genocidio en Gaza y ante la homogeneidad del subconsciente occidental, confrontando la dificultad de pensar lo indecible y lo inadmisible. Sin embargo, el espacio del texto suele quedarse corto y desemboca en una cierta parálisis. Cuando eso ocurre, suelo escuchar el álbum de William Basinski, The Disintegration Loops.
Esta familiaridad con las imágenes de la muerte se ha convertido en un objeto de ansiedad recurrente, y su resurgir en el sueño colectivo me hizo volver a leer The Mystic Writing Pad, un ensayo de Sigmund Freud que me acompaña desde hace años. Presenciar cómo la sedimentación de los sueños de mis amigs revela el dolor de la historia, es una de las principales razones por las que he vuelto a este texto. La muerte no aparece en el sueño como un espacio de miedo individual, si no como un síntoma de fracaso colectivo. Si bien desde el punto de vista del psicoanálisis, los sueños expanden una realidad que no está lo suficientemente presente, la continua presencia de la muerte en ellos revela su resistencia a la domesticación, alterando el subconsciente de nuestro tiempo.
Probablemente, la escritura, la lectura y la música que me han ocupado últimamente, buscan dar cabida a otra subjetividad, a la no identidad, a la niebla. Lo que Adorno sentía como «un lenguaje más allá del lenguaje indefenso de los seres humanos», buscar desintegrar la muerte de aquello que no funciona, en el sueño de lo que podría llegar a funcionar. Esta pulsión me ha llevado a encontrarme con la poesía de Ghayath Almadhoun, que como anuncia la sinopsis de I have brought you a severed hand, su primer libro con Divided, escribe poemas de amor en forma de pesadillas. Heartbreaking.