Desde el 7 de octubre

Empiezo este texto casi un mes después del 7 de octubre. En mi ordenador suena Radio Alhara, una estación palestina que transmite desde Cisjordania, con sede en Belén, Ramala y Ammán. La conocí hace más de un año gracias a Ibrahim Owais, cuando él todavía vivía en Berlín. Ibrahim es parte del equipo de Radio Alhara, y uno de los muchos artistas que participó en la documenta15 con el colectivo The Question of Funding. Los acuerdos de Oslo de 1993 también afectaron la escena artística palestina y sus instituciones culturales, dependientes de una financiación internacional condicionada. Desde hace días empiezo y termino el día con Radio Alhara. Un programa suena tras otro mientras me muevo por casa o abro pestañas y más pestañas en mi navegador. Casi todas llevan al mismo lugar: la ocupación de Israel en Palestina y su genocidio en Gaza. Un lugar que conecta opresiones y resistencias políticas de muchos otros.

Paula Cruhda también me hablaría de Radio Alhara, dándome a conocer su lema gracias a una camiseta que viste con frecuencia y determinación en Berlín: Sonic Liberation Front. En la ciudad en la que ambas vivimos, las autoridades alemanas han prohibido la frase “from the river to the sea”, haciendo que cantarla sea delito de odio y motivo de arresto. En Alemania, el apoyo a Palestina es «potencialmente antisemita». Criticar o cuestionar la legitimidad de Israel está prohibido y nunca ha sido una conversación fácil con personas de aquí. El estado de Israel forma parte de la razón —y la culpa— del estado alemán. Busco la palabra «semita» en el diccionario, que no es precisamente crítico con el statu quo, y se refiere al pueblo judío y al pueblo árabe como pueblos semitas. Me pregunto cómo puede ser antisemita un lema que reclama la liberación de uno de los pueblos semitas. Que la condición semita de un pueblo sea más reconocida y legítima que la de otro me recuerda a cómo se reconoce y defiende la humanidad de unas personas y pueblos en detrimento de otros. Hace días Steven Salaita posteaba en twitter que la frase «from the river to the sea» no implica ningún genocidio reverso, sino que «describe el área de ocupación en la que Israel llevó a cabo un genocidio (y en curso) del pueblo palestino» Las autoridades alemanas también han prohibido el uso del keffiyeh en Berlín, el pañuelo palestino que usé durante varios años de mi adolescencia sin ser entonces consciente de su significado o contexto histórico. En mi instituto, las clases de historia llegaron a un siglo XX de éxitos hacia la paz occidental, tras muchas guerras en el pasado y en «otros lugares». A pesar de las prohibiciones, he podido ver keffiyehs y lemas de apoyo a Palestina en mi tránsito por la ciudad en las últimas semanas. Las pintadas y los pósters en la calle, exigiendo el cese de la ocupación y el final del genocidio, son textos que he ido buscando por Berlín. La excusa de que «es complicado» tomar posición o «falta información», se une a la política cultural de una ciudad que censura «las voces incómodas e inconvenientes», como dice Candice Breitz en un post de IG en el que nos convoca a una protesta contra la «erosión de la esfera pública alemana» esta semana.

Cuando el equipo de AMAonline me invitó a escribir para su sección Cosechar conocimiento empecé a anotar aquello que estaba leyendo, escuchando o viendo. Al volver a este papel sobre mi escritorio, leo una lista que parece haber sido escrita hace años, aunque las últimas notas sean de hace tres semanas. El optimismo cruel, de Lauren Berlant; la versión de Ursula K. Le Guin del Tao Te Ching; Rizhomes de Aho Ssan; Las Aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara, un podcast con André Lepecki y otro con Lucía C. Pino, ambos de Ràdio Web Macba. La lista incompleta termina con flechas y una caligrafía incomprensible: «Twitter, Instagram, muchos medios». Muchos perfiles y muchas noticias pero una misma raíz: colonizados y colonos, oprimidos y opresores, desposeídos y extractivistas. Palestina, Congo, Sudán y los intereses de Occidente por todos lados. Saltar de una red a otra, abrir un enlace tras otro, dejar un video a medias para empezar el siguiente o volver al anterior, hacer capturas de pantalla para cruzar entre redes, para no olvidar análisis, comentarios, situaciones y momentos. Pero el tiempo de un genocidio es muy diferente al tiempo intelectual del debate, al tiempo suspendido del archivo o al tiempo distante del testigo digital. Es un tiempo que cuestiona los proyectos decoloniales en diferido de instituciones culturales que han tardado semanas en pronunciarse o todavía siguen en silencio. Es muy rápido, veloz y acelerado. Cada día cuenta demasiado y mueren demasiadas personas porque las matan. El recuento de víctimas de hoy es siempre menor que el de mañana.

Escribo con un gran respeto hacia el lenguaje, incluso con desconfianza. Pienso en el privilegio de vivir o escribir sin tener que usar ciertas palabras. Y en cómo no usarlas es también una forma de violencia. Quienes trabajamos en arte usamos muchos eufemismos, no siempre sin darnos cuenta. Se nos pide que compliquemos la evidencia, que hagamos curva de la línea recta. La entrega al algoritmo no ayuda, aunque ahora intentemos contrarrestarla sobrecargándolo con la información que censura. Vuelvo a algunas pestañas abiertas de mi navegador: una conversación de Fred Moten sobre Palestina y el Estado-Nación de Israel, el segundo encuentro entre Bassem Youssef y Piers Morgan, un podcast con Tareq Baconi sobre la historia de Hamas, un documental de Edward Said de 1998, un texto de Dana El Kurd que se titula «Memory Voids and Role Reversals», una carta abierta a las instituciones culturales españolas llamando a la acción urgente en solidaridad con el pueblo palestino, la página web de Ariella Azoulay… Lejos pero cerca de Palestina, una misiva de Crystal Z Campbell a Tulsa, que forma parte de su investigación sobre la masacre de 1921 para preparar un podcast. A estas páginas y muchas otras he llegado gracias a quienes las han compartido en redes o mensajes. También he buscado materiales para compartir y apoyar argumentos en conversaciones difíciles por retomar o por llegar. Vuelvo a Radio Alhara y leo la siguiente frase en el programa que acaba de emitir con M Trecka: «no es mi trabajo ganarte con un argumento persuasivo, sino impartirte una experiencia vibracional que sea capaz de despertar un deseo de otro mundo». Tener que recurrir a fuentes occidentales para conseguir credibilidad en cualquier conversación sobre colonialismo no es una solución sino parte del problema. Como si no fuese suficiente con todas las voces que hablan desde Palestina y la diáspora.

Pero no todo sucede en Internet, aunque sean las redes sociales las que nos llevan a tantos lugares y a las muchas manifestaciones que están sucediendo en el mundo. En Barcelona pude asistir a los conciertos para la recaudación de fondos para Gaza organizado por Jokko cantdefine.me y Zilzal en Foc. A pocas horas de ir, alguien twitteaba desde Gaza que los fondos recaudados nunca van a llegar, que hablemos y hagamos presión. En Berlín, donde la censura vigila muchos proyectos que apoyan la resistencia y cultura palestinas, el centro cultural Oyoun se unió a la red de apoyo internacional del Festival Días de Cine Palestino, a pesar de los ataques mediáticos que lo acusan de antisemita. El motivo: un comunicado contra la censura, denunciando la violencia en Gaza y su firme rechazo a cancelar un evento del grupo activista judío Juedische Stimme en solidaridad con Palestina. El día anterior a la última gran manifestación en Berlin, Oyoun proyectó Stitching Palestine de la directora Carol Mansour y The Tale of the Three Jewels del director Michel Khleifi, películas que en otra situación se habrían programado en cines de Palestina. El auditorio estaba lleno. Algunas personas vestían keffiyehs. Las costureras palestinas bordan memoria contra los ataques y robos a su cultura. Los niños protagonistas de The Tale of the Three Jewel vestían como nosotros en los años noventa, pero vivían, jugaban y se enamoraban en Gaza sorteando la violencia de los soldados israelitas durante la Primera Intifada. Al día siguiente, tras la manifestación, fuimos a Hosek Contemporary. Karolina Grzywnowicz compartía grabaciones de nanas de su proyecto Bedtime. Escuchamos canciones que provenían de voces de Aida, Dheisheh, Fawwar, al-Arroub, Balata, Jalazone, Qalandiya. Son campos de refugiados que viven en un estado de sitio permanente, entre drones, granadas y gases lacrimógenos. La privación del sueño es también un método de tortura de las fuerzas israelíes. Se ejerce sobre barrios enteros, bajo el pretexto de operaciones antiterroristas. A esta técnica se une otra, la del desarraigo cultural. Expulsar al pueblo palestino, no solo de su territorio sino de su propia cultura. Estas nanas, que cantan el pasado y el presente de la ocupación desde hace 75 años, son actos de subversión. Para los soldados israelitas, las canciones de cuna son motivo de castigo. Dormir es una forma de resistencia. Vuelvo a Radio Alhara y suenan los Cantos fúnebres por Gaza de Cerpintxt.

Nota:

Dejo de escribir aquí para volver a las noticias en redes. Mientras gobiernos de África y Latinoamérica rompen lazos diplomáticos con Israel, «Europa y EE.UU. negocian con el Gobierno de Netanyahu para asegurarse el control del gas de Gaza». Termino este texto preguntándome qué más habrá pasado en Palestina cuando sea publicado.

Sonia Fernández Pan

8 de noviembre de 2023

Sonia Fernández Pan, escritora, comisaria (in)dependiente y presentadora de podcasts.