En el jardín

Caniche reflexiona sobre su práctica editorial y curatorial a partir de su traslado a un nuevo contexto desde el que continúan colaborando con artistas y arquitectos en libros y exposiciones. Al resituarse en un contexto rural, surge también un léxico diferente a través del que es posible pensar sobre el propio quehacer, a la vez situado y abierto. Artium Museoa co-editó con Caniche y Lumiar Cité (Lisboa) el libro ‘Otros ejemplos recientes’ con motivo de la exposición de Alejandro Cesarco.

Gran mata de hierba (Alberto Durero, 1503)

Sembrar, plantar, regar, podar, abonar, cavar, escardar, arar, trasplantar, desbrozar, pulverizar, cubrir, oxigenar, limpiar, cercar, germinar, brotar, florecer, fructificar, marchitar, polinizar, madurar, recolectar, cosechar, cortar, deshojar… la lista de verbos podría ser interminable porque la lista de acciones que tienen lugar para cuidar, ocuparse, hacerse cargo, ¿curar? un jardín es, de la misma manera, inasequible al desaliento.

A menudo nos gusta imaginar la jardinería como una actividad a medio camino entre lo natural y lo cultural, entre el crecimiento espontáneo y el gesto humano que interviene, selecciona, ordena y poda. Más que una mera técnica de cultivo es una forma de pensamiento espacial y temporal: cultivar un jardín implica imaginar futuros, aceptar ciclos, negociar con lo imprevisible. El jardinero no impone, sino que convive con la vida que le sobreviene o se le escapa. En ese sentido, la jardinería es también una política del cuidado, una coreografía lenta entre lo visible y lo latente, entre la voluntad y la espera.

Nos gusta pensar que la labor editora y la labor curatorial (comunes e inseparables para nosotros) beben de todo lo anterior y responden a unas lógicas y dinámicas que las emparentan irremediablemente con la jardinería.

Pero resulta curioso comprobar también que, en los ecosistemas del jardín, así como en los ecosistemas del arte se despliega toda una estructura que ilustra la toxicidad de determinadas relaciones de poder, de dominación, de exclusión del otro, de explotación, de intenso extractivismo, de exotización interesada. Una estructura que encarna toda una ideología racial y de clase y que se ha servido de la ociosidad, lo contemplativo, la epifanía del florecer de cada día para opacar y anestesiar la incómoda realidad -aún vigente- de quienes disfrutan del jardín -vegetal y artístico-, de sus frutos y beneficios y quienes se dejan allí la piel. Las economías subyacentes a la construcción de solaz y del deseo[1].

Debates que se actualizan y reinventan de tanto en tanto y que desde hace un tiempo nos tienen ocupados con el recurrente recurso a lo “autóctono”, la botánica nativa e idiosincrática, la necesidad de conservar y proteger, pero, al mismo tiempo, el supremacismo implícito que destilan expresiones como especies invasoras y sus analogías con las políticas de inmigración[2]. O con la manera que podemos pensar en la idea de jardín en escenarios de guerra[3].

Cuando trasladamos Caniche desde Bilbao a Ibarrangelu, un pequeño pueblo de poco más de 600 habitantes en la costa de la comarca de Urdaibai, teníamos una construcción casi ruinosa (Iturribide Etxea), necesitada de reforma, y un trozo de terreno abandonado a su suerte, cubierto de helechos y zarzas. Teníamos también una idea en la cabeza: llevar a cabo el proceso de rehabilitación y de cuidado del jardín de acuerdo con un principio de mínima afectación, desarrollar la menor invasión posible, que, en cierta manera, ya venía alumbrando algunas cuestiones prácticas de nuestra tarea como editorial y nuestro círculo de intereses[4].

Como el proceso de reforma habría de demorarse meses, tuvimos claro desde un primer momento el deseo de aprovechar el jardín, así como la propia reforma de la construcción para plantear propuestas. La primera exposición allí, pues, fue al aire libre, en el jardín, con las maravillosas esculturas de vidrio y celo de Claudia Rebeca Lorenzo que actuaban como prótesis incorporadas a los árboles, como espejos de sus propias ramas. Ese espacio vacante se convertía, casi, en un patio de recreo que compartíamos con Claudia, con la perra Lorca y con las vecinas que iban viniendo, bien movidas por la curiosidad, bien por la generosidad de regalar a Claudia y a nosotros sus flores, sus frutas, su tiempo.

Durante la producción de las piezas y el montaje, y también después, nos fuimos poco a poco ocupando del jardín para que fuera más habitable. Desbrozamos helechos que en muchos casos eran más altos que nosotros, tratamos de mantener a raya las zarzas, podamos las hortensias y el camelio y, a su vez, plantamos las ramas que habíamos podado como experimento para ver si de ellas podrían surgir nuevas plantas (en muchos casos con éxito), recolectamos cientos de ciruelas e hicimos decenas de botes de mermelada de ciruela y jengibre que regalábamos a las visitas, trasplantamos bulbos de unas zonas a otras, todo lo sobrante o que no podíamos reutilizar lo trasladamos a la compostera que nos regaló nuestra vecina Mari Carmen, que también nos regaló las plantas crasas de la terraza. Julián nos enseñó a desbrozar. María Jesús nos regaló rosales y Agurtzane y Aitor, que nos guardaban las cartas que recibíamos, nos colocaron el precioso buzón de madera que nos hizo Pablo, el padre de Ana.

Ese jardín, pues, fue la primera toma de contacto con nuestros vecinos y vecinas y apaciguó cierto temor que albergábamos acerca de cómo sería recibido en ese entorno pequeño, rural y marinero, un proyecto dedicado al arte contemporáneo y si pudiera generarse un espacio común, un proyecto colectivo, que involucrase a las personas cercanas a ese espacio concibiéndolo como algo propio. Nuestro miedo de no aparecer allí como una nave espacial quedó definitivamente conjurado cuando inauguramos SPEK, la exposición en el jardín de Claudia y una de las vecinas nos dijo: “no he entendido nada, pero ya lo iré entendiendo porque pienso venir a todo”.

Nos movía también el propósito de “dar lugar”, de que ese espacio periférico pudiera acoger y dar cobijo a propuestas que, surgidas en el propio contexto o en otros diversos, pero con los que se pudieran generar lazos invisibles, contribuyera a enriquecer un paisaje del que ya nos sentíamos parte[5].

La idea de patio de recreo, que tan literal resultaba en el jardín, hemos tratado de trasladarla también a la sala de exposiciones una vez puesta en uso. El montaje de la exposición de Julia Spínola lo hicimos en pijama, aprovechando la domesticidad y familiaridad que mantenemos con ella[6].

La última exposición hasta la fecha, la de Gema Intxausti -quien, por cierto, nos regaló un acebo y un jazmín para el jardín y alimentaba a la gata Mishina-, también recuperó esa idea de quehacer colectivo en el montaje. Gema y sus amigas dando forma a través de una coreografía compartida, cuidando de esa forma, sosteniendo un trabajo que es también un paisaje y que es de todos.

Patxi Eguiluz y Carlos Copertone hacen libros y exposiciones en Caniche.


[1] Podemos pasar largas horas contemplando las novedades sobre sus jardines que publica en su perfil de instagram el arquitecto y paisajista holandés Piet Oudolf (https://www.instagram.com/pietoudolf/) o el día a día de su propio jardín de la crítica de arte y escritora británica Olivia Laing (https://www.instagram.com/olivialanguage/). Pero también hemos tratado de trasladar a nuestra práctica una reevaluación crítica de las políticas de crecimiento a través de los planteamientos ecofeministas de una autora como Yayo Herrero (Toma de tierra -Caniche, 2023-) o de reflexionar sobre el papel de la naturaleza en la representación del poder, solapando los programas propagandísticos del antiguo Imperio romano, el Barroco y la época fascista, cuando los pinos, la perspectiva y las calzadas reconfiguraron la ciudad para proyectar al mundo prosperidad y eternidad; así sucede en Prospetiva, el ensayo fotográfico de José Ramón Ais (Caniche, 2023). De la misma forma, en lo expositivo, por ejemplo, a través del comisariado que llevamos a cabo de la muestra Doce, amadeirado e picante del artista peruano Daniel Tremolada (Alianza Francesa, Lima, 2024) que puso el foco de atención en la canela y el régimen de sometimiento y explotación de comunidades derivado de los procesos de colonización, cultivo y establecimiento de rutas comerciales relacionados con esta especia que se desarrolló en paralelo al comercio de mano de obra esclava tejido entre Europa, África y América (https://www.danieltremolada.com/doce-amadeirado-e-picante).

[2] Sobre el alcance de “lo natural” y lo “antinatura”, vid. los tres números que publicó la revista The Against Nature Journal (http://www.council.art/inquiries/29/the-against-nature-journal).

[3] Abu Waad, the last gardener of Aleppo (https://www.youtube.com/watch?v=sWWBCh3G87M).

[4] En octubre de 2022 fuimos invitados a impartir una charla en Portikus (Frankfurt) e incitados por Clémentine Deliss -con quien trabajábamos en ese momento en un proyecto- a elaborar un manifiesto, así lo hicimos: Quién, qué y cómo. Un manifiesto. Puede consultarse en nuestra web (https://canicheeditorial.com/blogs/panorama/quien-que-y-como-un-manifiesto). Una de las cuestiones a las que nos referíamos tenía que ver con la sostenibilidad de la producción editorial, especialmente, en relación con la logística y la distribución, que tiene una indudable incidencia desde el punto de vista medioambiental, consumiendo energías y produciendo residuos. Por eso, decíamos, hemos tratado desde el inicio de ser conscientes de todo lo relativo a las ecologías de la producción de libros. Nuestros libros se imprimen en nuestro entorno más próximo (la mayor parte de las ocasiones en Bizkaia, aunque algunos también en Cataluña, Madrid o Andalucía). Pese al mayor coste económico que eso pueda suponer frente a la producción fuera de Europa, o incluso dentro de Europa, pero lejos de nuestro contexto inmediato. Estamos firmemente convencidos de que resulta necesario contribuir a minimizar el impacto ambiental derivado de la producción, distribución y logística aplicada al sector del libro. No se trata de una cuestión nacionalista o proteccionista, sino de una opción que apuesta por la sostenibilidad territorial y ambiental y el deseo de generar a nuestro alrededor estructuras o ecosistemas profesionalizados y, a nuestra pequeña escala, contribuir a ello. Esta preocupación temprana nos lleva a prestar especial atención a otras iniciativas editoriales que la comparten: por ejemplo, la editora brasileña Bia Bittencourt fundó No Libros (https://www.nolibros.org/) en 2018 como una “(…) reflexión sobre el exceso y la superproducción de libros y textos, la saturación de publicaciones producida en la última década. Sobre la calidad, la actual necesidad de producir más, de la defensa por compartir, reciclar, citar, duplicar, imitar, piratear y hackear”.

[5] Probablemente la idea de paisaje que más ha influido en nuestra práctica, en ese caso trazado fundamentalmente a partir de la escena artística de Barcelona, ha sido esnórquel, el podcast de Sonia Fernández Pan (https://esnorquel.es/pod-cast/), que lleva desarrollando desde 2011 y en el que, aunque no se oye su voz, también se cuenta a sí misma en las voces de los demás. También hemos transitado con asiduidad la revista Paesaggio, editada por Blauer Hase, y que invita a artistas a que respondan a una solicitud de contribuciones textuales de paisajes sin uso de imágenes (https://antespacio.com/espacios/paesaggio-publicacion-blauer-hase/).

[6] Durante todo el proceso de preparación de Las convertidoras, compartimos con Julia, que nos lo descubrió, horas y horas de visionado de los distintos montajes que constan grabados y recopilados de las exposiciones que han tenido lugar en el museo Portikus (Frankfurt) y que aparecen en orden cronológico desde 1992, comenzando con la exposición de Isa Genzken. Otro ejemplo más que conjuga la historia del lugar con el paisaje emocional y material de esa institución (http://www.portikusunderconstruction.de/).

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