El arte del montaje

La publicación de este texto se enmarca en la exposición “Chantal Akerman. Encarar la imagen” en Artium Museoa. Claire Atherton es montadora de cine, colaboradora cercana de Chantal Akerman y comisaria de la exposición.

Este texto ha sido publicado originalmente con el título «L’art du montage» en la revista Vacarme, vol. 82. [1]

Claire Atherton y Chantal Akerman en el montaje de ‘No Home Movie’, 2014 © Artemis Productions

Tengo un pequeño problema con el título Master Class, porque en realidad no me siento una maestra. Lo importante en el montaje es aceptar perderse, aceptar que no se puede tener todo bajo control. Por eso la palabra master no me parece apropiada. Pero al mismo tiempo, quizá el verdadero maestro sea precisamente el que sabe perderse, para permanecer siempre en movimiento.

Cuando me preguntan por mi práctica del montaje, insisto en que hay que descubrir mientras se hace. Es importante saber de dónde se parte, pero hay que asumir el riesgo de no saber a dónde se va a llegar. Esto me hace pensar en lo que me pasó esta mañana: quería ver esta sala de conferencias para saber de dónde partiría, desde dónde iba a hablar con ustedes. Sin embargo, no quería preparar demasiado mi intervención. Así que hoy voy a decir unas palabras sobre cómo me convertí en montajista y cómo llegué a comprender mi propia trayectoria.

Filosofía y civilización chinas

En realidad, nunca decidí ser montajista. En cualquier caso, no lo decidí cuando era joven, ni seguí un plan concreto para hacer una carrera. Es importante que diga esto, porque con demasiada frecuencia se les exige a las y los jóvenes tener un proyecto de vida definido y plausible, demostrar su eficacia, saber venderse. Pero es estando abiertos a las sorpresas, al movimiento, siguiendo nuestras pasiones hasta el final, incluso si parecen desconectadas de lo que llamamos realidad, como construimos nuestra vida o, más bien, la descubrimos. Cada día me doy cuenta, un poco más, de hasta qué punto todos los caminos que he probado, todas las pasiones que he seguido, todos los encuentros en los que he creído han alimentado lo que soy hoy, lo que hago y la forma en que lo hago.

Cuando era joven, me apasionaba la civilización y el pensamiento chinos. Me inquietaba y fascinaba el descubrimiento de la noción de vacío como elemento activo, la importancia de «dejar que las cosas sucedan», la idea de que la fuerza proviene de la paciencia y la flexibilidad. Además, me encantaba la idea de que, en chino, decir o escribir una palabra ya es contar una historia.

En la escritura china, la asociación de diferentes imágenes crea un significado. Por ejemplo, la luna asociada con el sol significa claridad; un cerdo bajo un techo significa hogar o casa. La escritura china es mucho más que una simple transcripción del lenguaje hablado. Cada signo tiene un significado codificado. Pero, bajo esta primera capa de significado, hay otros significados más profundos, «siempre listos para brotar», como dice François Cheng. Me encantó de inmediato esta interacción constante entre la linealidad aparente y la tentación de una evasión, como si resonara con mi relación ambigua con la lógica, que me atrae tanto como me inquieta. François Cheng dice también que la lengua china no está concebida como un sistema que describe el mundo, sino más bien como una representación. Al hacer emerger las relaciones secretas entre las cosas, así como las que existen entre el hombre y el mundo vivo, organiza los vínculos y provoca significados.[2]

En la filosofía taoísta existe la idea de que no hay que explicarlo todo ni forzar las cosas sino, sencillamente, dejar que sucedan. Esto genera un movimiento. Para los taoístas, la vida no es otra cosa que este movimiento en sí mismo. En palabras de François Jullien, «hay que alejarse de una concepción espectacular del efecto para comprender que un efecto es tanto mayor si no es intencionado, sino que emana indirectamente del proceso en curso, y es discreto».[3] Esto significa que el proceso y el efecto están conectados, y que el significado emerge de ese ir y venir. La noción de movimiento está vinculada a otro aspecto importante del taoísmo: el vacío. El vacío taoísta es lo contrario de un no man’s land. Es el lugar donde pueden producirse transformaciones, donde pueden crearse vínculos entre las cosas. Es el espacio donde las cosas se niegan a permanecer estáticas, donde los alientos vitales se reúnen, haciendo posible que surja un sentido.

La noción de vacío también es central en el arte pictórico chino. El vacío trastoca la perspectiva lineal y hace posible una relación entre la pintura y quien la observa. Hay una historia que me impactó cuando estudiaba la civilización china. Los pintores de la antigüedad china decían que la naturaleza era tan bella y compleja que era inútil intentar reproducirla fielmente. Entonces tuvieron la idea de pintarla en blanco y negro para dejar que los espectadores imaginaran sus colores. Es este espacio dejado a la imaginación el que nos pone en movimiento, despierta nuestro pensamiento y crea nuestra propia relación con la obra. La pintura china es un pensamiento en acción, que vincula la filosofía, el arte y el arte de vivir.

En el montaje, sigo estas líneas. No busco que una película describa una realidad, como a menudo se espera de los documentales, ni que cuente una historia, como suele esperarse de las ficciones. Trato de crear un espacio en el que los espectadores puedan construir sus propios vínculos con la película, sentirla, recibirla y experimentarla cada uno a su manera. Busco que una película provoque el pensamiento, la reflexión sobre uno mismo y sobre el mundo.

Política y cine

Paralelamente a mis estudios de chino, trabajé en el Centre Audiovisuel Simone de Beauvoir, un centro de archivo y producción de películas de mujeres, fundado en 1981 por Delphine Seyrig, Carole Roussopoulos y Ioana Wieder. Fue a través del Centre Simone de Beauvoir que conocí a Chantal Akerman, cuando Delphine me pidió que la acompañara a una filmación de su pieza teatral Letters Home.[4]

Comencé como técnica de video, sin ninguna formación, aprendiendo sobre la marcha. Fueron mis comienzos en el mundo laboral, y también los comienzos del propio Centro. Aprendíamos y descubríamos juntas. Me gustaba mucho el enfoque político del Centro y tenía una relación muy fuerte con este. Comprendía y apoyaba la necesidad de un espacio donde las mujeres se reunieran para crear e inventar juntas. Pero, al mismo tiempo, me sentía un poco incómoda con lo que podría llamarse «discriminación positiva». Sentía que no quería permanecer en un entorno protegido, quería enfrentarme al mundo. Tenía la impresión de que políticamente era más justo para mí.

En cierto momento, sentí la necesidad de tener un título. Pero no quería ir a la escuela de cine. No quería «aprender arte» en un marco académico y no me gustaba la idea de que me enseñaran cómo pensar el cine. Así que decidí seguir una formación técnica, y me inscribí en la escuela Louis Lumière en horario nocturno.

A partir de 1984, comencé a trabajar con Chantal Akerman, al principio en cortometrajes bastante desconocidos. Me encargaba de la imagen y el montaje. Luego, en 1986, monté Letters Home, una película basada en la obra de teatro que nos había permitido encontrarnos. Durante el montaje de esta película, descubrí una calma en mí que no conocía. Fue un momento mágico. Por mucho que en la vida pudiera estar ansiosa o indecisa, allí sentía una especie de confianza infinita en lo que iba a venir. La preocupación a menudo proviene de una necesidad de control imposible de satisfacer y da lugar a una búsqueda febril de la eficacia. Yo estaba muy lejos de eso. Simplemente me sentía presente.

Chantal nunca me decía sus intenciones. De hecho, a menudo no sabía de antemano lo que iba a filmar. No le gustaba que le preguntaran qué estaba buscando. Decía que, si una ha encontrado lo que busca, ya no tiene sentido hacer una película. Su forma de hacer cine coincidía con mi camino: dejar que las cosas llegaran, respetar el movimiento y no forzar el sentido.

A menudo me han preguntado si el trabajo de Chantal Akerman es político. Creo que es evidente. El cine de Chantal es político no porque trate temas políticos, sino porque nos pone en movimiento. Nos pone directamente en contacto con el mundo y con nosotras mismas. Chantal no quería copiar la realidad, ni representarla. No quería explicar nada, porque la explicación detiene la pregunta. En sus películas, el presente, lo visible, resuena con lo invisible, lo subterráneo. Y estas resonancias, estos desplazamientos, abren un espacio de pensamiento.

Es difícil mostrar extractos de películas cuando se habla de montaje, porque el montaje es un trabajo sobre el ritmo, las tensiones y las resonancias que involucra la película en su totalidad. Una secuencia puede componerse de diferentes maneras según el lugar que ocupa en la película. Puede parecer larga cuando la vemos sola, y corta cuando la vemos dentro del conjunto de la película. O al revés, en todo caso. Así que la mejor elección que puedo hacer para esta conferencia es mostrar el inicio de una película. Les propongo que vean los primeros diez minutos de uno de los documentales de Chantal Akerman, Sud.

Sud

Sud fue filmada en el sur de Estados Unidos. Chantal fue allí atraída por Baldwin y Faulkner. La fuerza de Sud reside en la dialéctica del presente y el pasado. La película comienza de manera muy pausada, casi apacible. Se habla del presente, todo parece estar mejor que antes. Pero poco a poco, en este paisaje silencioso, empieza a sentirse una inquietud. El sonido estridente de los insectos se vuelve amenazante, al igual que los árboles. Se empieza a hablar de esclavitud y linchamientos. La tensión crece cada vez más y empezamos a cuestionarnos lo que habíamos visto al principio.

‘Sud’, Chantal Akerman, 1999. © Fondation Chantal Akerman

Durante el montaje de la película, escuchábamos a menudo Strange Fruit de Billie Holliday. Incluso pensamos que íbamos a utilizar la canción en la película. Al final, no lo hicimos. Ni siquiera lo intentamos. Pero pusimos los árboles. Un árbol, dos árboles, tres árboles… Cuando se ven esos árboles en la película, no puedes evitar pensar en los ahorcamientos. Y luego, el plano en el que se ven los prisioneros trabajando en un campo de algodón evoca la memoria de la esclavitud. Esto fue lo que me guió en la construcción de Sud, esa atención tan intensa de Chantal al presente. El pasado no se describe sino que nos lo trae el presente.

Chantal no había previsto que la historia del linchamiento de James Byrd Jr. por supremacistas blancos se convirtiera en el eje de Sud. Antes de partir para lo que se suponía que sería una búsqueda de localizaciones y acabó siendo el rodaje de la película, lo único de lo que me hablaba era de los paisajes opresivos de esta tierra y del silencio. Era casi una obsesión. El silencio y los grillos… Cuando llegó a Jasper, era el día de la ceremonia de conmemoración del asesinato de Byrd Jr. La filmó, y aquello se convirtió en una parte central de la película. Una vez más, el presente la llevó al pasado.

Sud no es solo una película sobre el linchamiento o la esclavitud de los negros en Estados Unidos. Es una película sobre la violencia del mundo, y sobre cómo la historia impregna el paisaje y se inscribe en nuestra mirada. Es una película que, al ir más allá de la categorización del bien y del mal, al conceder a cada personaje, incluso a aquellos que pronuncian las palabras más terribles, un espacio de dignidad, nos sacude directamente, cuestiona nuestra propia mirada hacia el otro y nuestra relación con la humanidad.

Relación con las y los directores

Una parte importante de una película es el descubrimiento de los rushes con el director. Observo, escucho, absorbo, me siento como una placa sensible. Es un momento intenso y emocionante, pero también agotador. Durante este primer visionado, no juzgo, intento sentir lo que se puede construir. Al mismo tiempo, también me contengo, tengo que resistir la tentación tranquilizadora de encontrar una estructura demasiado rápido y encerrar la película en ella. Tomo notas, siempre a mano. Escribir a mano me permite conservar el recuerdo de las primeras impresiones y volver sobre ellas.

Tras visionar los rushes, comienza el montaje. Siempre necesito un momento de estar a solas con el material. Pueden ser unas horas, una mañana, unos días. Es como descubrir un espacio desconocido. A veces pruebo cosas. Es un momento particular, porque estoy sola, pero al mismo tiempo no realmente. Sé, siento, que el director no está lejos. Su «presencia ausente» o más bien su «ausencia presente» me permite dejarme guiar por mi intuición, dejar que se revele una especie de inconsciente en movimiento. A menudo, se piensa que cuando somos dos es difícil tomar una decisión. Pero, por el contrario, siento una mayor libertad en presencia de la otra persona. Cuando estás a solas frente al material, te preguntas por qué: «¿Por qué hago esto?» En cambio, cuando sabes que la otra persona no está lejos y que la película va a ser reexaminada y revisitada con ella, puedes liberarte de la pregunta del por qué.

En el montaje, las palabras pueden ser peligrosas. Las palabras que describen intenciones, las que precipitan la película hacia una conclusión o las que pretenden desvelar misterios, estas palabras pueden cortar el impulso de la película. Pero también hay palabras que nos ayudan. Palabras que sugieren, palabras que agitan las cosas, palabras que abren brechas y nos llevan por caminos secundarios. Las palabras que escribo en mi cuaderno son muy sencillas. A menudo son descripciones, colores, sonidos, formas, a veces sensaciones, pero nunca interpretaciones.

No me gusta explicar al director lo que voy a intentar, porque estas palabras afectarían a su percepción. Prefiero evitar cualquier idea preconcebida, cualquier razonamiento que pueda surgir en su mente antes de que descubra lo que le provoca la asociación de imágenes. Por eso no quiero que miren la timeline, como hace mucha gente hoy en día. Lo importante es lo que ocurre en la pantalla en el momento en que aparecen las imágenes y los sonidos. Ahí es donde está la película.

Parece obvio que la relación entre directora y montajista se basa en la confianza. Pero trabajar sobre la base de la confianza no significa estar siempre de acuerdo. Significa sentir que estamos en el mismo movimiento, en la misma tensión. Significa no necesitar protegerte, ser capaz de ceder el control para escucharte realmente a tí misma, a la otra persona y a las imágenes. Significa estar dispuesta a desprenderte de tus certezas, a olvidar tus decisiones, para dejar que la película crezca.

D’Est: trayecto y azar

Es difícil explicar qué me guía cuando monto una imagen tras otra, cuando corto un plano, cuando coloco un sonido. Realmente no tengo un método. Lo que puedo decir es que la mayoría de las veces necesito empezar por el principio. Colocar la primera toma es como colocar la primera piedra de una casa; es casi nada, y al mismo tiempo es mucho, porque es un nacimiento: no hay, luego hay. A veces el primer plano es evidente nada más al terminar la película, otras veces tarda mucho en aparecer. El comienzo de una película abre un espacio que reclama los planos siguientes.

Me gusta estar en sintonía con la temporalidad de la película, no saber más que ella, no adelantarme a ella. Me gusta que descubramos juntas, que avancemos juntas. Cuanto más crece la película, más me guía. Como si existiera por sí misma, como si hiciera su propio camino.

Por eso necesito estar totalmente en sintonía con el material, y a veces incluso perderme en él. Las imágenes y los sonidos no son materiales que haya que retorcer para someterlos a la necesidad o a la lógica de un significado predeterminado, sino materiales vivos que hay que escuchar, mirar, esculpir, asociar, darles ritmo y unirlos, con respeto. Con respeto significa no asignarles un papel, sino escuchar sus movimientos, sus tiempos y sus misterios. Entonces se descubre una especie de nuevo territorio y surgen nuevos sentidos, sentidos que no están fijados.

Recuerdo el montaje de D’Est con Chantal Akerman. Era como una composición, tanto en el sentido musical como en el plástico del término. Esculpíamos en el tiempo y en el espacio, buscando el ritmo adecuado. Montamos como Chantal había rodado, siguiendo nuestras intuiciones, sin tratar de entender. Hablábamos de colores, luces, choques, pausas, contrastes, noche y día, exteriores e interiores, violencia y dulzura, el sonido de los pasos en la nieve o el chirrido de los neumáticos en las carreteras heladas. Cuando veíamos los largos planos de seguimiento de los rostros de la gente que espera, hablábamos de sus miradas, de la lentitud de sus movimientos, de sus sonrisas, de su belleza o, a veces, de su tristeza. Pero nunca hablamos de lo que estas imágenes nos recordaban. Lo intuíamos, pero si hubiéramos intentado formularlo habría frenado nuestro ímpetu, habría lastrado nuestros gestos. Lo sabíamos sin saberlo, y eso nos parecía bien. Solo un año más tarde (1995), cuando estábamos montando la instalación D’Est au bord de la fiction, aparecieron las palabras, como ecos de las imágenes… Estas palabras, pronunciadas por Chantal, se convirtieron en las de la vigésimo quinta pantalla de la instalación.

Ayer, hoy y mañana, ha habido, habrá y hay en este mismo momento personas a quienes la historia —que ya ni siquiera tiene H— golpea, personas que esperan ahí, acorraladas en montones, para ser asesinadas, golpeadas o hambrientas, o que caminan sin saber adónde van, en grupo o solas. No hay nada que hacer, es obsesivo y me obsesiona. A pesar del violonchelo, a pesar del cine. Terminado el filme, me dije: así que era eso, otra vez eso.

‘D’Est’, Chantal Akerman, 1993. © Fondation Chantal Akerman

Demasiado a menudo, la gente piensa que, en el montaje, primero hay que trabajar la narración y encontrar la estructura de la película, y después el ritmo, afinando las duraciones. Para mí, eso es imposible. Sería como disociar el contenido de la forma, el pensamiento del sentimiento. El ritmo es el corazón de una obra, su aliento. También es la asociación de colores, formas y líneas. Henri Matisse decía que «un cuadro logrado es una condensación de ritmos controlados». La búsqueda del ritmo adecuado significa crear y dar forma a un vacío temporal y espacial en el que se crea gradualmente una red de resonancias, vínculos subterráneos y ecos. Si el ritmo es el adecuado, se pueden sentir los temblores y las vibraciones, los movimientos casi impalpables que se manifiestan dentro de un plano, y emocionarse con ellos sin saber por qué. Son estas emociones las que construyen la narrativa.

Trabajar el ritmo también significa escuchar la ausencia, es decir, trabajar con imágenes que no existen, sin intentar rellenar los huecos. Significa desconfiar del reflejo de ser exhaustivo y evitar las «soluciones» que pretenden compensar los «errores» de rodaje. Porque a veces la ausencia de una imagen es el elemento central de una película, en torno al cual se construye todo. Respetar la ausencia como significante significa confiar en una cierta inconsciencia del gesto, y saber acoger el azar.

Gestos y tiempo del film

El montaje en película implicaba un ritual de gestos que ya no existe hoy en día. Había una necesidad de manipulación que creaba un espacio entre el gesto y el «resultado», que podría llamarse el tiempo del proceso. Nuestras manos estaban ocupadas, pero nuestras mentes podían evadirse. Podíamos olvidar cualquier objetivo. El montaje virtual ha borrado este tiempo para la meditación. Basta con hacer clic. Pero siempre se puede recrear un ritual, evitar ir demasiado rápido. Cuando tengo la impresión de que las cosas van demasiado deprisa, me levanto, doy un paseo, me tomo un café o miro por la ventana. Es importante crear esta relación de ida y vuelta con la película, para tener tiempo de olvidar. De lo contrario, lo intentas una y otra vez, frenéticamente, hasta que pierdes la relación con las imágenes, como les ocurre a menudo a las y los jóvenes montajistas. De hecho, a menudo les oigo decir que van a «probar» o «validar» una versión de montaje. Uno prueba una bombilla o una pila, valida una factura de compra, pero no prueba ni valida una película. Uno ve una película, la escucha, la siente, la experimenta, la cuestiona. Quizá le doy demasiada importancia a las palabras. Pero las palabras que decimos dicen mucho de nosotros y de la época en que vivimos.

El consejo que doy a menudo es ir más despacio, respetar el tiempo que lleva crear. Hay que abordar el montaje con humildad, incluso diría que casi con ingenuidad. Es este proceso de ensayo y error organizado el que permite a la película ir más allá de su tema, mantenerse viva, seguir moviéndose y respirando una vez terminada. Una película viva es aquella que no se encierra en un significado concreto sino que nunca deja de crear diferentes emociones, diferentes vínculos y diferentes ecos. Mi definición de una obra clásica es esta: una obra libre y abierta que crece y evoluciona dentro de cada uno de nosotros, una obra en constante movimiento que puede ser interpretada y reinterpretada sin fin a lo largo del tiempo.

Traducción del francés de Andrés Dávila A. & Laura Dávila A.


[1] Publicado originalmente en Claire Atherton, «L’art du montage», Vacarme, vol. 82, n.º 1, 2018, pp. 92-98. https://vacarme.org/article3108.html#nb2

[2] François Cheng,  Et le souffle devint signe, 2001: «La escritura china, al igual que la cosmología, se propone captar la relación secreta entre las cosas y establecer con ello relaciones entre el hombre y el universo vivo mediante una vasta red de signos. En esta red, cada carácter se presenta como un ser de tinta».

[3] François Jullien, Traité de l’efficacité, 1996.

[4]  Letters home es una obra de teatro de Rose Leyman Goldenberg basada en la correspondencia de Sylvia Plath con su madre, dirigida por Françoise Merle e interpretada por Delphine y Coralie Seyrig en 1984.